El cuerpo humano es una máquina biológica prácticamente perfecta que emplea su energía en mantener el equilibrio de todos los sistemas que lo componen, muchas veces a pesar del ambiente en el que habita o de los estímulos intencionados a los que lo sometemos. Para los amantes de la exploración de los límites propios, la capacidad de adaptación de nuestro organismo es un regalo de los dioses. Sabemos que, ante un reto fisiológico, el organismo emplea sus artes no sólo para superarlo, sino para ir un poquito más allá. Como si de alguna forma quisiera protegerse frente a futuros estímulos similares que pudieran alterar su estabilidad. Esto nos permite jugar con los desequilibrios a los que lo exponemos (ejercicio, nutrición, altitud, frío, calor…) para conseguir diferentes adaptaciones y, así, en un baile de estresores controlado, empujar nuestras habilidades hacia nuevos horizontes.
En este sentido, resulta fascinante conocer cómo reacciona el organismo a la extrema altitud, un lugar tremendamente hostil para la vida no sólo por las dificultades intrínsecas que entrañan las propias montañas, el frío extremo o el aislamiento, sino por el reto fisiológico que supone la falta de oxígeno (hipoxia) sobre nuestro sistema celular. Seguramente todos los que nos hemos iniciado alguna vez en el mundo de la hipoxia nos hemos hecho la misma pregunta: ¿cómo puede ser que una persona con tan poco oxígeno en la sangre, que cualquier médico la llevaría urgentemente a la UCI, sea capaz no sólo de sobrevivir en altitud sino de escalar y tomar decisiones? Para responder a esta pregunta primero debemos entender a qué nos referimos en este texto cuando hablamos de la hipoxia.
Un juego de presiones para respirar en el techo del mundo
La cantidad de oxígeno contenida en el aire que se respira en la cumbre del Everest es la misma que a nivel del mar, pero con la altitud disminuye la presión atmosférica, o lo que es lo mismo, el peso de moléculas de la atmósfera que tenemos por encima de nuestras cabezas. De alguna forma, al mismo tiempo que ascendemos una montaña “escalamos” metros de atmósfera y la presión que ésta ejerce sobre nosotros es cada vez menor. Esto tiene una importancia superlativa, ya que el oxígeno viaja a través de nuestro cuerpo gracias a la diferencia de presiones (de más presión a menos presión). Si hacemos un paralelismo con una cascada de agua, cuanta más inclinación tiene ésta, con mayor facilidad cae el agua. Con el oxígeno pasa algo parecido: si en los pulmones hay más presión que en la sangre, éste difunde con pocas dificultades. Si la diferencia de presiones es menor, su transporte es menos eficaz. Y así a todos los niveles hasta llegar a las mitocondrias, que son las encargadas de transformar el oxígeno en energía para que podamos funcionar. Esta es la base del término hipoxia hipobárica: hay oxígeno, pero no está disponible (Figura 1). Por ello, en la cumbre del Everest (donde la presión atmosférica es una tercera parte respecto a la del nivel del mar) y empleando toda nuestra energía disponible, con esos niveles de oxígeno celular la mayoría de los mortales no podríamos hacer nada más que estar quietos y respirar, en el mejor de los casos. Dicho de otra forma, la capacidad física de cualquier individuo en la cumbre más alta del planeta se reduce aproximadamente a un 80% respecto a la que tiene a nivel del mar.
Si nos adentramos ahora en la relación entre el ser humano y la hipoxia, vemos que hasta los 2500 o los 3000 metros de altitud el organismo tiene la capacidad de compensar los cambios en la presión atmosférica sin grandes problemas, de forma que la cantidad de oxígeno en sangre apenas se modifica. A partir de este punto, la capacidad homeostática se ve comprometida y el cuerpo despliega su particular danza de respuestas: los primeros cambios suceden de forma rápida y permiten la supervivencia inmediata pero pagando un elevado gasto energético que no podemos mantener durante mucho tiempo. Como pasa en la mayoría de situaciones de alarma, la respuesta es muy eficaz, pero poco eficiente. Ahora bien, si la exposición dura lo suficiente, el organismo empieza a orquestar una serie de medidas que, si bien son más lentas en llevarse a cabo, permiten adaptaciones más económicas energéticamente y en consecuencia más perdurables en el tiempo.
En este sentido, el descubrimiento del HIF (del inglés, Hypoxia Inducible Factor), un factor que en condiciones normales no se transcribe pero que en ausencia de oxígeno desencadena una serie de cambios en multitud de sistemas, arrojó luz sobre el origen de los mecanismos de la aclimatación a largo plazo. Estos se basan en ajustar la anatomía y las funciones metabólicas a la baja disponibilidad de oxígeno con un doble objetivo: intensificar los mecanismos responsables del transporte de oxígeno a las células y minimizar el gasto de oxígeno del organismo. Una estrategia brillante que justifica la capacidad de aclimatarnos a la altitud moderada y la posibilidad excepcional de que algunas personas puedan no sólo sobrevivir, sino ejercitarse en la extrema altitud. Tanto es así que, a pesar de que un ascenso brusco a 5000 metros probablemente desencadenaría enfermedades por altitud e incluso la muerte en las personas expuestas, con tiempo y aclimatación suficiente los alpinistas pueden llegar a permanecer durante meses por encima de esta cota.
¿Por qué somos tan eficaces en la batalla contra la falta de oxígeno?
Considerando que la naturaleza no acostumbra a emplear mucha energía en procesos no necesarios para la supervivencia, es cuanto menos curioso ver la inmensa capacidad de adaptación del ser humano a la altitud y no así a otros estresores ambientales como puede ser la temperatura. ¿Qué interés puede tener nuestra biología en que sobrevivamos de forma tan eficaz a la falta de oxígeno? La respuesta no la encontramos en las montañas, sino en la lucha evolutiva. El cuerpo tiene aprendidos los sistemas de respuesta contra la falta de oxígeno de forma atávica, ya que multitud de procesos fisiológicos y patológicos conllevan hipoxia en menor o mayor grado. Podemos ilustrar esto con varios ejemplos: durante la formación del embrión en el vientre materno, existe un componente hipóxico que debe ser tolerado; el ejercicio físico intenso provoca falta de oxígeno en algunos tejidos con la que lidiamos a menudo; o, desde un punto de vista fisiopatológico, pocas enfermedades se escapan a la falta de oxígeno como causa o consecuencia: el cáncer, los infartos de miocardio, las isquemias cerebrales y muchas enfermedades metabólicas tienen como denominador común la lucha contra la escasez de oxígeno.
Es por esto que la hipoxia no es un lenguaje desconocido para el cuerpo del alpinista. Con una buena predisposición genética, cuidando la estrategia de ascenso, respetando los descansos y con el tiempo y la energía necesarios, se pueden tolerar altitudes paulatinamente más elevadas. Es evidente que conforme más altitud se alcanza, más dificultades tiene el organismo para compensar la falta de oxígeno. De hecho, hay una altitud a partir de la cual la aclimatación es imposible y la supervivencia va íntimamente ligada al tiempo que permanecemos allí. A partir de ese punto, variable entre los individuos, el cuerpo debe hacer tal esfuerzo para sobrevivir que el gasto energético es inimaginable, de forma que cualquier tipo de esfuerzo extra, como puede ser andar, lleva al alpinista al borde de sus capacidades físicas y mentales. Reinhold Messner, el primer ser humano que alcanzó la cumbre del Everest sin oxígeno suplementario describía así su experiencia: “A medida que subimos, tenemos que tumbarnos para recuperar el aliento… Respirar se vuelve tan extenuante que apenas tenemos fuerzas para avanzar. No soy más que un solitario, pequeño y jadeante pulmón flotando sobre las nieblas y las cumbres.”
Desde que él y Habeler hollaran la cumbre más alta del planeta por sus propios medios y en contra de la opinión científica (que consideraba la gesta como algo fisiológicamente imposible para cualquier ser humano), el interés por la exploración en altitud se ha mantenido intacto entre las pocas personas que poseen el don del alpinismo de altura. A lo largo de los años y de forma discreta, han ido goteando grandes ascensiones a las cumbres más altas del planeta que han rozado el límite de la tolerancia humana y que probablemente no han recibido el reconocimiento deportivo que merecían, ensombrecidas por el turismo de masas en altura.
El “estilo alpino”, la solución minimalista a las grandes cumbres
Esta modalidad de alpinismo en autosuficiencia, que prima la búsqueda del reto alpino sin ayudas externas que le fijen las cuerdas, le indiquen el camino o le abran la traza en la nieve, que rechaza el uso de fármacos y oxígeno embotellado para subir, que valora las primeras ascensiones por el mérito asociado a la exploración, se denomina el “estilo alpino”. Es el poner el “cómo” por encima del “qué se asciende”, sin pretender minimizar el reto fisiológico; no conquistar una cumbre a cualquier precio, sino poner el valor en el camino que se elige para llegar a ella, aceptando y abrazando los propios límites frente a un ambiente tremendamente hostil. Es evidente que las probabilidades de éxito, si consideramos el éxito como el llegar a la cumbre, son mucho menores.
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Precisamente por el riesgo que entrañan estas ascensiones y en contra de la imagen del alpinista desadaptado que no se cuida y que busca la diversión en el riesgo, los practicantes del estilo alpino a día de hoy son deportistas brillantes con una solvencia aeróbica y técnica por encima de la media en varias disciplinas (escalada en hielo, progresión glaciar, escalada mixta,…), que les permite no sólo sobrevivir a la extrema altitud, sino tomar decisiones, escalar y avanzar a una velocidad considerable. Considerando este último punto, uno de los mayores retos del arte del alpinismo es el balance entre el tiempo necesario en altura para lograr que el cuerpo se aclimate y la degradación implícita que conlleva el hecho de la propia estancia en altitud, por lo que la capacidad de moverse de forma rápida por la montaña puede considerarse como un elemento fisiológico de seguridad. Día tras día, los efectos deletéreos de la altitud van haciendo mella en el alpinista y se traducen en falta de sueño, malnutrición, deshidratación, atrofia muscular, desentrenamiento y problemas digestivos, sin olvidar que el ambiente hipóxico enturbia el juicio, la motivación y la toma de decisiones. Se trata de una degeneración inevitable que paga el cuerpo por estar en un ambiente en el que escasamente puede sobrevivir.
En este sentido, los perfiles de aclimatación del alpinismo actual, aunque no siguen un patrón constante, tienden a priorizar el poder alimentarse, hidratarse y dormir bien a cotas moderadas, dando estímulos hipóxicos suficientes para que el cuerpo sepa que debe arrancar los mecanismos de aclimatación. Esto lleva implícito la capacidad de poder vencer grandes desniveles. Atrás han quedado las expediciones pesadas que avanzaban lentamente por la montaña invirtiendo largos días e interminables noches a extrema altitud. Cuánto tiempo en altura necesita cada cuerpo para aclimatar lo suficiente es difícil de valorar, pero este conocimiento va íntimamente ligado a la experiencia. El alpinista conoce su cuerpo, escucha las señales de alarma que éste emite y actúa en consecuencia.
Es comprensible que la estrategia de este tipo de expediciones deba ser cuidada hasta el último detalle ya que, en este contexto, absolutamente todo es un reto superlativo: acarrear el peso del material técnico y de protección sin la ayuda de porteadores, transportar el combustible necesario para cocinar e hidratarse, fundir nieve durante horas a un ritmo desesperadamente lento después de una extenuante jornada, protegerse del frío o gestionar la incertidumbre en vías no exploradas con anterioridad; y todo ello supeditado a multitud de variables como son las condiciones de la vía, el espesor de la nieve, la meteorología, el estado de aclimatación, la fatiga acumulada o la comida, el combustible y el agua disponible. Buena parte de la planificación se invierte, precisamente, en ahorrar voluntariamente consumo de oxígeno de las formas más inverosímiles: todo se mide en términos de peso y utilidad, desde los alimentos o el material técnico imprescindible hasta las pastillas que hay dentro del botiquín. Como algunos autores han definido, el estilo alpino es algo así como el arte de la eficiencia, la “opción mínima” frente al desafío de la montaña.
Referencias:
1. West JB, Hackett PH, Maret KH, Milledge JS, Peters RM, Pizzo CJ, et al. Pulmonary gas exchange on the summit of Mount Everest. J Appl Physiol [Internet]. 1983 Sep 1;55(3):678–87. Available from: https://doi.org/10.1152/jappl.1983.55.3.678
2. Wagner PD. Altitude physiology then (1921) and now (2021): Meat on the bones. Physiol Rev [Internet]. 2021 Sep 27;102(1):323–32. Available from: https://doi.org/10.1152/physrev.00033.2021